Como un imán, Tombuctú ha atraído a viajeros de multitud de naciones desde siglos atrás. Tal vez fruto de un error en los mapas o de la rumorología que difundía y ampliaba los mitos en los tiempos en que el único medio de comunicación era la voz humana, la ciudad fue tomada por lo que, en realidad, nunca había sido. Tombuctú, paradigma del lugar lejano y difícil de alcanzar, se ha convertido incluso en sello de autenticidad para peculiares asociaciones geográficas que no otorgan el carnet de miembro a personas que no la hayan visitado.
Un hilo del agua en la inmensidad de los eriales saharianos, el Níger, marca el punto donde se encuentran la cultura del camello y la civilización fluvial. Es Tombuctú el lugar escogido para ello. Y si la ciudad de los mitos casi siempre incumplidos era el punto final del viaje, la región de la gran curva que marca el río en su camino desde las selvas atlánticas hacia el Golfo de Guinea ha sido la zona de encuentro de un conjunto de pueblos que se han interrelacionado sin perder jamás su identidad. Porque tan importante como el destino es el itinerario. Malí y Burkina Faso, dos países más afables del África subsahariana, históricamente han mirado en dirección al río, y han agrupado su cultura entorno a él. De ahí la magnificencia de una arquitectura que, aun compartida con otros países del continente, tiene su máxima expresión aquí. Barro de las orillas y paja para amalgar, vigas de madera para sostener e ingenio y manos humanas para modelar casas, graneros y templos de una sinuosidad inenarrable.
El viaje a los países de la Curva del Níger es una experiencia de inmersión total en un territorio austero y fascinante, de pueblos de personalidad inmensa, prueba para el viajero amante de la autenticidad. Conlleva el peaje de la sencillez de infraestructuras, pero viene suplida ampliamente por la franqueza de las sonrisas que hallará a su paso.