No es un mundo, sino varios. Por sus paisajes, que abarcan desde las montañas que rebasan ampliamente los ocho mil metros de altura, hasta valles cerealistas, bosques tropicales y altiplanos de una aridez desolada. También por las culturas y creencias que han germinado en sus vertientes: sociedades nómadas y sedentarias, identificadas con el budismo, el hinduismo, el islam…
Desde la distancia, el Himalaya aparece como una barrera impenetrable, que, al igual que retiene y administra nubes y lluvias, también separa el mundo indostánico del resto de Asia. Pero sus habitantes es un puente gigantesco, una esponja de poros comunicantes que posibilita el intercambio de productos e ideas.
Su difícil acceso ha propiciado buena parte de los mitos que envuelven a la cordillera. Como la existencia de reinos perdidos, felices, ajenos a los defectos de las sociedades modernas. La búsqueda de esos paraísos ilusorios inspiró obras y vidas literarias, unas ansias de espiritualidad que el conocimiento progresivo de esos territorios empieza a matizar.
Hoy, la llegada de extranjeros y la evidencia de otros modelos de vida han modificado un equilibrio que parecía eterno y a veces se basaba en situaciones injustas y regímenes despóticos. Los habitantes de las montañas ya hacen oír sus aspiraciones, incluso en forma de levantamientos armados. Obligados, los gobiernos de la cordillera evolucionan hacia modelos más participativos y respetuosos con los derechos de los ciudadanos. El Himalaya cambia, y por el camino quizá deje parte de su fascinación. En Nepal, en Ladakh y también en Bután. Pero, como contrapartida, aumentan la esperanza y el nivel de vida de sus pobladores, su acceso a la alfabetización…
A estas sociedades, desde Cachemira a Sikkim, dejando la zona más occidental, formada por el Karakórum y el Hindu Kush, para viajes futuros, que aconsejamos a todo el mundo.